Rosebud

Buscar vida antes de llegar a la muerte. Blog personal de alguien "normal"


Niños, castigos y

Eramos una pandilla. O eso creíamos. La televisión y las películas de aventura nos hacían creer que aquello que veíamos en pantalla era real.
  El sábado por la tarde salíamos de casa en batallón, siendo romanos, vaqueros, o aventureros.
Corríamos como locos, investigamos. O peleabamos contra indios o enemigos varios.
Eso era fuera.
  Dentro había un éxigente régimen.
A las camas a las 9. Rezos antes de dormir. Desayunos con miga de pan y leche, o galletas con suerte. El plato se acababa siempre.
  No había agenda para compartir con tus padres, ni quejas sobre el profesor me odia.
  Tampoco sobre si algún compañero te abusaba o no te dejaban entrar en su grupo.
  Castigos por gritar o pelear entre nosotros. Por molestar, o por no cuidar al otro, ahh, y por ser acusica.

  Mis padres se solían pelear a menudo. Y nosotros teníamos que desaparecer.
  Si era por nosotros, el miedo era doble, porque no sabías bien cual sería el final.
  A veces solo amenazas, otras algún coscorrón. Y otras huidas de la correa.

   Que te pegasen era normal.
Mi madre se enfada por peinarme y que me moviese y a veces me golpeaba con el cepillo.
  A mis hermanos por ensuciarse.
Por dejar la ropa tirada. Por tardar mucho en comer. Por no recoger la mesa.
  A veces compartiamos penas y injusticias. A veces intentamos hacer acuerdos para evitar sus enfados.
  Una de la estrategias de mi madre era dejarnos encerrados en el cuarto de juegos/castigo.
   A veces era un descanso estar castigado.  Y divertido.
  En aquella habitación había baules con ropa, trastros viejos y los juguetes que mi madre nos iba dejando tras sus limpiezas.
    A veces éramos capaces de jugar tranquilos horas. Montar piezas de madera o el castillo y otras solo nos peleabamos por todo.
   Hicimos teatros con viejas ropas o  sábanas, o títeres con muñecos rotos. Inventamos aventuras con mosqueteros o intrigas con malvados asesinos.
   Otras veces, solo nos quedábamos sentados juntos. Contra la pared. Sin hablar.
  Hasta el alguno era capaz de expresar como no comprendíamos nada.
  Éramos niños. A nosotros no se nos explicaba nada. Ni sabíamos a qué podía deberse una situación, un enfado, o un problema que no conocíamos.
   Mi hermano José era experto en cambiar la situación. Hacernos reír. Era experto en el juego de imitar a los que teníamos alrededor. Sus gestos y palabras, o su forma de andar.  Siempre lo empezaba él.
Pero después nos animamos a seguir y exagerar el personaje. Y reíamos mucho.
  Estos fueron nuestros ratos de escape.
   Empezamos juntos a crear una teoría propia.  Sobre nuestros momentos de escape y risas y la posibilidad de que después algo peor viniese.
   Era un sin sentido. Y no tenía ni lógica, ni correspondencia.
  Pero se convirtió en un nuevo miedo.
   Miedo a ser felices solos.

  Hace poco, en el taller de sicologia tocó sesgos, y creencias.
  La sicóloga hizo explotar mi cabeza, yo que me creía una mente abierta y  librepensadora.
   Seriamente, intentar «limpiar» tu mente, analizar, ver desde fuera, separar, comprender, duele.
   Tanto que se convierte en un dolor emocional.
Por el autoengaño, por el no ver, y por ver.
   Imagino que como yo. Muchos alimentamos nuestras creencias, porque son las nuestras, las buenas , las que me salvaron, las que me protegen o defienden o simplemente son las perfectas.
   Cada quien con su trabajo.
Pero sin duda, puedo asegurar más, que voy sabiendo cada vez menos.


  



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